Orlando Mejía Rivera, médico y escritor colombiano.
La muerte de los grandes hombres, así como sus vidas, está rodeada de mitos, teorías de conspiración e historias fantásticas. La de Simón Antonio Bolívar y Palacios no es la excepción. El autor ha revisado fuentes médicas e históricas para intentar poner las cosas en su sitio.
Simón Bolívar murió como vivió: luchando hasta el último momento, así como lo contó en sus notas con gran detalle su médico, Alejandro Reverend. El día de su muerte ordenó que lo sacaran de la casa y lo acostaran en su hamaca, pesaba sólo 27 kilos, era ya un esqueleto forrado en la piel. Falleció a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830 e inmediatamente el médico francés escribió en su último boletín la descripción postrera del libertador de América: “respiración anhelosa, pulso apenas sensible, cara hipocrática, supresión de la orina”. Tenía 47 años y una historia de vida que se transformaría en un mito que aún no acaba. De allí, la polémica en torno a sus enfermedades y la causa de su muerte. Todavía no se había enfriado su cadáver y las primeras voces murmuraron que su antagonista político, el General Francisco de Paula Santander, desde el exilio, lo había mandado a envenenar.
Lo cierto es que las especulaciones de algunos han desconocido por completo la historia clínica de Bolívar, la cual podemos reconstruir a partir de cuatro fuentes: las cartas que escribió o dictó, los testimonios de sus contemporáneos, los boletines médicos junto con la autopsia que publicó el doctor Reverend, y finalmente, los estudios clínicos, patológicos y genéticos de sus restos óseos realizados por investigadores de nuestro tiempo.
Bolívar fue un niño y un adolescente sano, a pesar de que su padre y su madre murieron, al parecer, de tuberculosis. Luego de la tragedia de su esposa –muerta por una fiebre amarilla a los 19 años de edad cuando estaban recién casados-, viajó de nuevo a Europa donde conoció las mieles del romanticismo bohemio y los excesos lujuriosos de las aristocracias decadentes y aburridas, pero también compartió con sabios como Alejandro de Humboldt y Amadeo Bonpland, asistiendo a sus conferencias y a los cursos libres de estudios donde se divulgaban los conocimientos y las teorías más recientes sobre el librepensamiento y la autodeterminación de los pueblos.
Estando en Viena, en 1804, padeció una grave enfermedad diagnosticada como “consunción” por la cual los médicos lo desahuciaron. Fue durante ese trance que llegó su maestro Simón Rodríguez, quien le dijo que él no podía morirse todavía porque lo esperaba un continente por liberar del yugo de la tiranía española. Su recuperación fue asombrosa, al parecer tal enfermedad fue una probable infección tuberculosa. En agosto de 1805, en el Monte Sacro, Bolívar juró en presencia de su maestro no dar reposo a su alma hasta lograr liberar al mundo Hispanoamericano de la tutela española. Un año más tarde, regresó a Venezuela donde comenzaría su periplo a caballo que lo llevó a librar más de cien batallas y a recorrer alrededor de 163 mil kilómetros. Además, tuvo tiempo para dictar miles de cartas y proclamas, enamorar a múltiples mujeres de distintas edades y razas, bailar durante horas enteras sin parar, nadar en las turbulentas aguas de los ríos Orinoco, Apure, Magdalena y escribir poemas que luego perdía a propósito, como insinuó Gabriel García Márquez en su novela “El general en su laberinto”.
Su fortaleza física quedó refrendada por el apodo de “culo de hierro”, en alusión a que nadie le igualaba su resistencia para montar a caballo o mula. Es decir, durante casi 20 años la salud de Bolívar fue extraordinaria y fue capaz de superar los climas malsanos y las numerosas epidemias de tifo, febre amarilla y malaria que enfermaron o mataron a la mitad de los soldados del ejército libertador. Solo en el año 1813, en la campaña por el río Magdalena, tuvo un episodio de paludismo que fue tratado con quinina del cual se recuperó pronto. Sin embargo, en 1822 ya con 39 años, al entrar a Quito victorioso después de la batalla de Ayacucho la vida le cambió. Allí conoció a su gran amor, la “amable loca” Manuelita Sáenz, y tuvo un episodio de febrícula, tos y artralgias, que fue diagnosticado por su médico como “febre terciana”. Aunque recibió quina y se mejoró, jamás volvió a sentirse sano, y de allí en adelante sus cartas señalan distintos síntomas y dolencias que día a día se iban agravando.
Comenzó a sentirse fatigado, perdió el apetito y con frecuencia tenía pensamientos melancólicos y tos seca que a veces lo llevaba a expectorar. También padecía diarreas y sudores nocturnos. El 27 de octubre de 1822, desde Cuenca, le escribió al General Santander: “mándeme usted a componer la Quinta, que es donde voy a permanecer […] porque voy a vivir muy sobriamente en calidad de enfermo […] llegaré muy estropeado porque es muy lejos, y porque ya estoy bastante dolido con los cuidados que no me dejan dormir y con las penas físicas, después de estar ya viejo y muy falto de robustez”.
En 1824, en Pativilca, presentó un cuadro clínico muy grave con diarrea, delirio, fiebre alta, tos con expectoración de sangre, sudoración y vómitos biliosos. Durante siete días estuvo inconsciente. El coronel Joaquín Mosquera dejó un testimonio doloroso del estado físico del generalísimo y refrió que le hicieron el diagnóstico de “tabardillo”, que era como se denominaba en ese tiempo al tifo exantemático, una enfermedad infecciosa epidémica transmitida por los piojos.
Entre los años 1825 y 1828, Bolívar se agrava de sus síntomas, aunque lo que más lo mortifica es la debilidad extrema, la fatiga generalizada, la anorexia y la pérdida progresiva de peso. Sólo se le veía sonreír cuando estaba con Manuelita Sáenz. A los 44 años, en 1827 le escribe su amada: “Tu amor resucita una vida que está desfalleciendo”. En 1828, su secretario y memorialista, Luis Perú de Lacroix, refiere que durante la estadía en Bucaramanga, donde esperaba expectante el desarrollo de la convención de Ocaña, el libertador se encerró, no quería hacer ni decir nada, se le veía muy delgado y envejecido y luego del atentado que sufrió en Bogotá el 25 de septiembre de 1828, expresó a sus amigos: “Me han destruido el corazón”. No obstante, durante 1829, cuando se le oyó decir: “parezco un hombre de sesenta años”, tuvo fuerzas para recorrer otros cinco mil kilómetros a caballo para intentar unificar a todos los países liberados en su sueño de la Gran Colombia.
Cuando por fin le fue aceptada la renuncia de la Presidencia y salió de Bogotá el 8 de mayo de 1830 rumbo a Santa Marta, iba derrotado y tan enfermo, que el sabio francés Boussingault cuenta en sus memorias: “lo veré pronto –me dijo- pero yo sabía que no sería así, su rostro llevaba el sello de la muerte”. El viaje a la Quinta de San Pedro Alejandrino fue terrible. Todos los síntomas se agravaron. A Turbaco llegó desmadejado y con la piel oscurecida, con frecuencia perdía el conocimiento y además la fiebre, la sudoración y la tos seca no lo dejaban dormir. La noticia del asesinato del Mariscal Sucre, le afecta mucho al punto que incrementaron las que él mismo denominaba “demencias transitorias”, unos estados delirantes de los cuales no se acordaba después.
A su paso por Barranquilla, lo visitó un médico de apellido Gastelbondo, quien le aconsejó continuar su viaje en barco. El general le hizo caso. Debió estar muy desesperado porque nunca había obedecido a los médicos ni recibía sus tratamientos. En alguna ocasión dijo “Prefiero la muerte a las medicinas: les tengo una repugnancia que no puedo vencer”. A su llegada a Santa Marta el 1 de diciembre de 1830, ya era un moribundo. El doctor Reverend acepta tratarlo, pues era el único médico reconocido por la Universidad de Cartagena para ejercer la profesión así no tuviera el título de grado francés. A los síntomas del ilustre paciente se le agregó un cuadro de tos con esputos purulentos y un incremento de la fiebre y la sudoración. Los últimos seis días de vida, Reverend le puso vejigatorios de cantáridas, que se creía servían para “aligerar los humores” y eran emplastos con polvo desecado de la trituración de la mosca española, que producían ampollas y llagas en la piel.
Su muerte ocurre el 17 de diciembre de 1830, diez días después de haber dirigido a sus compatriotas su última proclama convertida en testamento político. La autopsia confirmó daños fibrosos y tubérculos del pulmón derecho e izquierdo, con cavernas, secreción “de color de las heces del vino” y una concreción calcárea. Su diagnóstico de “tisis o catarro pulmonar crónico” tiene coherencia a la luz de los conocimientos de la época. El diagnóstico más probable: tuberculosis pulmonar secundaria crónica, con una insuficiencia suprarrenal también crónica (enfermedad de Adisson) de origen tuberculoso que, en mi concepto, explica la mayor parte de los síntomas inespecíficos que padeció Bolívar en los últimos años. Además, infección pulmonar bacteriana agregada final y colapso vascular e hidroelectrolítico -no veo muy clara la falla renal por las cantáridas-. No se descartan las micosis crónicas (histoplasmosis, coccidiomicosis, paracoccidiomicosis), pero son menos probables.
El viejo aforismo médico sigue vigente: “cuando escuches galopar, piensa primero en caballos y después en cebras”. Es decir, que la frecuencia de la tuberculosis era muy superior a la micosis; así que ese, el de tuberculosis, era el diagnóstico más cercano a la realidad. Otros diagnósticos planteados como: malaria crónica, cáncer pulmonar o un absceso hepático amebiano son cuadros muy improbables. La intoxicación crónica por arsénico -propuesta por el médico norteamericano Auwaerter en el año 2011-, tiene en contra la larga evolución clínica del libertador y que nunca presentó neuropatía periférica.
Por último, pienso que a Bolívar nadie lo asesinó. El envenenamiento no tiene ningún asidero histórico ni clínico, ya que a sus enemigos no se les hubiera ocurrido asesinar a un moribundo. Los estudios de ADN practicados a su esqueleto tampoco comprobaron alguna infección o envenenamiento, pero ello no descarta la tuberculosis.